JINETES EN LA NOCHE
JINETES EN LA NOCHE
Brillaban las hebillas de los frenos,
brillaban los estribos,
brillaban las espuelas y las armas.
Arriba había una luna que brillaba.
Se fueron por la senda, que era blanca,
blanca de luna y polvo,
blanca por las estrellas de los potros
sobre las frentes amplias.
Parecía que llevaban
los recuerdos montados en las ancas.
Iban rompiendo tiempos y distancias,
iban hacia su campo ...
para cuidar las siembras,
y sudar, y volver alguna tarde,
sobre los briosos potros que se encorvan,
en busca de velorios y de bailes.
LA TORRE DE MI PUEBLO
A HERNAN ZERIMAR
quien da al idioma del verso
el idioma fraterno de la línea.
La torre de mi pueblo era bonita.
Se alzaba, blanca, entre doscientas casas,
como queriendo regalar al mundo
una definición del infinito.
La torre de mi pueblo conocía
todo el origen de los calendarios,
porque entendía el idioma de los astros
y había encontrado la verdad de Mayo.
La torre de mi pueblo parecía
una señora que reunía a los niños
para contarles cuentos en las tardes.
La torre de mi pueblo, en las mañanas,
alegremente a todos nos llamaba
con la voz celestial de sus campanas.
La torre blanca entre doscientas casas
-que se alegró con todos en las fiestas
y con todos lloró cuando hubo muertos-
trae el recuerdo de mi madre,
de todos mis hermanos,
de la casa perdida para siempre.
La torre de mi pueblo era discreta:
mucho sabía de erranzas de altanoche
pero nunca lo dijo a las comadres.
He de cumplir mi original deseo:
una noche de luna
llamaré a los cantores
(irán hombres, mujeres, todos, todos)
y habrá una serenata, la más bella,
para la torre blanca de mi pueblo.
LA EXPRESIÓN DE LOS MUERTOS
En el verano de 1941 y en un jirón
de tierra ecuatoriana, muchos
hombres estaban tendidos ...
pero sin ver el firmamento.
Estaban alargados,como queriendo desmentir al infinito ...
estaban más que dormidos:
muertos!
Tenían múltiples gestos que siendo de la muerte
eran, al mismo tiempo, residuos de la vida.
El sol, como una "Kodak", había querido aprisionarlos.
Estaban vencidos por la gravedad,
como queriendo eternizar el silencio y el frío.
Estaban en los instantes de la gran contradicción,
inertes y sinembargo sirviéndole a la vida
en su paso inevitable hacia otro estado.
Así cubrían en muchos trechos el camino del sol,
condecorados por su propia sangre,
marcando una línea del Marañón hacia el Pacífico.
Murieron ignorando qué obreros hicieron las máquinas peruanas.
Murieron indignados,
escribiendo con su postrer mirada
un gran cartel interplanetario contra los asaltantes de la paz.
Perecieron poniendo señales en el tiempo:
a los veinte,
a los treinta,
a los cuarenta ...
quizá cuando la tisis de los hijos no se encontraba
en flor.
Por que murieron esos hombres?
Tenían medallas y "detentes".
Pero las balas enemigas traían la bendición de
Cento.
Era Dios contra Dios en las tierras de América.
En el Perú rezaban.
Se oía la voz de Prado diciendo una oración vulgar.
La mano de Cento descuartizaba el cosmos de una
bendición a la matanza,
glorificando la nueva antropofagía.
Allí estaban envueltos en silencio,
un silencio aparente
que servía de fondo al gran relieve de sus gritos.
Porque estaban gritando
con voz más alta que los Andes y que la voz del
mar,
con voz que hacía eco en las entrañas de los siglos
"el quinto no matar".
Murieron indignados:
en las muecas de sus calaveras había frases inconclusas,
interjecciones rotas, denuncias al futuro.
Murieron maldiciendo,
dejándole a sus hijos una herencia de harapos
junto a un legado grande: los caminos del mundo.
Era en el siglo veinte
de la era de Jesús.
JARAMIJO
La flotilla descansa en el diván de la ensenada
(mástiles tranquilos, cabos acróbatas y
velas que reposan)
Una balandra abandonada parece el esqueleto de un perro.
Calles polvorientas y torcidas
no llegan a tocar el terciopelo de la arena.
A retaguardia de la playa
el pueblo va saltando sobre lomas.
El mar es la calle que más conocen los habitantes
de este pueblo;
por allí se marchan en todas la auroras,
en todos los atardeceres,
llevando sobre popa la evocación del puerto.
Escasas tiendas alargan como anzuelos sus portales;
un mercado pequeño espera inútilmente al campo.
Tal la vida del pueblo
que cada seis horas
se quita y pone el calcetín azul del Pacífico.
En su hondonada,
de donde se alzan olores a brea,
con sonidos de golpes
en los costados de los barcos enfermos,
no circula el periódico.
Aislamiento, quietud ...
Para qué -se diría-
sumar este pueblo al esfuerzo mundial de la Revolución?
Ni Norteamérica ni Europa
miran hacia este brazo de arena que envuelve la cadera del mar.
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