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viernes, 12 de junio de 2015

ANTE LA TUMBA DE GONZALO SAENZ


HORACIO HIDROVO VELÁSQUEZ
ANTE LA TUMBA DE GONZALO SAENZ


En este silencio, que es el silencio de plomo de la muerte, silencio sin cansancio y sin medida, la voz del hombre tiembla, tropieza y se convierte en lágrima.  Nuestros ojos florecidos de asombros escapan a la marcha del tiempo e interrogan al misterio.  Aquí el habitante obligado de esta terrena residencia lanza las preguntas sin eco y sin respuesta.  Aquí, viniendo de la penumbra del pasado, la voz ecuménica de Dario es más grave, como para una liturgia de dimensiones cósmicas:

!Feliz el árbol, que es apenas sensitivo!

Y luego:

Sin saber a dónde vamos, ni de donde venimos.

Difícil filosofía la de la vida; filosofía angustiosa, de alas siempre mutiladas, de abismos en los cuales sólo triunfa la duda, es esta filosofía de la muerte.

Y por aquellos caminos de huellas nunca contrariadas, en cuyos pedernales nuestra palabra sangra, se aleja, paralelo al sendero, nivel hecho de ilímite descanso, quien, como pocos, hizo honor al tránsito del hombre en el planeta:  Gonzalo Saénz Vera.

Ayer, con una persistencia de campana que llegaba al corazón de todos, la noticia puso a este pueblo de cara hacia lo arcano.  Y es que el anuncio trágico descendía de las torres, colocaba unos rostros frente a otro, llamaba en todos los zaguanes y quizá hasta el viento lo llevaba por algunos caminos.  Ha recorrido todos los lugares, aquellos que, un día u otro, sintieron el paso de su risa, porque fue ésta la gran bandera que él llevó por el mundo.  Gonzalo Saénz fue un eterno novio de la vida: la amó, la defendió sin lágrimas, la enalteció, la sacó airosa sobre la predicción del científico, la llevó del brazo y le dijo cosas bellas -esas cosas que sólo pueden decir los grandes- en los mismos umbrales de la muerte.  Eso ha sido hasta ayer, cuando la vida que tal vez quiso ver donde terminan los crepúsculos, se le escapó así, como una niña que sigue mariposas, en un minuto de descuido.

Y ahora, aquí, donde las flores también son algo tocado por la muerte, donde la luz hace una guardia desmayada, donde la palabra queda más allá de los labios, donde todos sentimos que alguien rompió las vértebras del tiempo, asistimos al viaje de la memoria torturada, empeñada en hallar en la tibieza de una cuna el comienzo de este puente, ahora irremediablemente desplomado y que termina en el telúrico bostezo que tienen los sepulcros.

"Verdades de la vida".  Verdades tocadas por nuestras manos trémulas y, sin embargo, seguidas de la duda.  En este sitio, donde la muerte nos ha dado una cita de sorpresa, hace media centuria este rígido capitán de minúscula nave que se lanza a la travesía sin brújula y sin costas, se asomaba a la vida, como todos, inmigrante forzoso de este mundo del ave i del guijarro, de la estrella y del pez, del grito y del silencio, del reptil y del meteoro.  Pero yo quisiera decir que esto aconteció sólo ayer, porque el hombre que hoy se nos marcha dio mucho en lo poco que vivió, pero tuvo una vida muy corta para todo lo que pudo brindar.

I, rebasada esta primer frontera de la existencia, el minúsculo inmigrante crece en cuerpo, pero sobre todo en espíritu.  En el Portoviejo de entonces, con un solo reloj, el de la torre, tal vez innecesario, la temprana inteligencia de Gonzalo estuvo en perpetua beligerancia con la inflexible didáctica del grito y la palmeta.  Pero llega al colegio y aquí se hace más visible la profundidad de sus observaciones, su gran poder de captación de las cosas del mundo y el alcance de sus expresiones.  Gonzalo llega al Sexto Año del Olmedo y es, con Armando Espinel Mendoza, Luis Nígon Ordóñez y Homero Orcés, uno de los cuatro adelantados de esos días, que escriben en el torreón inolvidable una leyenda destruida por el fuego, pero que muchos olmedinos de ese tiempo la llevamos alma adentro.  Decían jactaciosamente, pero con indiscutible derecho:  La gloria del Sexto Año de 1916 perdurará. Gonzalo, redactor de Alborada, el periódico estudiantil del segundo decenio de este siglo, se lanza, todavía sin ser ungido con el Bachillerato, a la polémica de tema filosófico, contra abogados de la tranquila capital.  I cuando deja la casona en la cual enseñaron Flécher y Ernesto Vera y Miguel Angel Fernández Córdoba, Gonzalo Saénz es ya un armado caballero para las luchas del espíritu.  Y la Universidad del Guayas lo recibe, y, a poco, lo distingue.  En ésta otra luminosa etapa de su vida, etapa de triunfos que lo llevan a un doctorado legítimo.  Después aparece el periodista festivo, consagrado por la crítica y por sus lectores.  Y, al mismo tiempo, el maestro.  Viajero de mirada penetrante por los caminos de la historia, su voz tiene la autoridad de excepcionales en las aulas del Mejía.  Son algunas generaciones las que lo proclaman maestro, con voz ancha y firme, con una total convicción de lo que esto significa.  Gonzalo es, además, el hombre del ensayo sociológico, pues hace de su profesión no sólo el medio justo para mantener la continuidad de una existencia material, sino camino para analizar los problemas de la colectividad.

Con Gabriel Macías Rivadeneira, Gonzalo Saénz forma la barricada de La Pólvora, para luchar contra los abusos del oficialismo en vísperas de una elección presidencial.   Y es entonces el periodista festivo de la columna de El Día, sino el columnista de combate que embiste contra los castillos de la tiranía.

Más allá de este período, en el cual se agigantó su rebeldía, Gonzalo Sáenz llega al parlamento.  Y es uno de esos congresistas a los cuales nuestra provincia no debe ningún rubor.

Pero quiero detenerme sencillamente frente al hombre que recibe con una sonrisa, con esa misma sonrisa de sus comentarios de periódico, el diagnóstico de una partida próxima.  Quiero detenerme ante este amigo de los libros que, sin embargo, ensaya su humorismo también frente a la ciencia; ante este que dice al laboratorio y a la radiografía y a la austeridad del médico, que ha resuelto vivir un poco más a pesar de lo que dicen ellos.  Me detengo, reverente, con la emoción a flote, ante este hombre que edifica un poema: el de la suprema serenidad y de un máximo heroísmo frente a lo irremediable.

Para el jurisconsulto, para el periodista, para el parlamentario, para el maestro, el homenaje nuestro; para el hombre que logró las dimensiones de héroe, una oración traída de los más profundos planos del espíritu.

Si pudiera escucharnos!  Pero no romperían su horizontal silencio ni el sonido de la loca campanilla en el patio de la escuela, ni la campana de la torre que congrega estudiantes, ni esta voz que pretende seguirlo con un afán de adiós emocionado.

"También se muere el mar". -ha dicho Federico, el de España.

Y aquí estamos, echadas las anclas del asombro, para la despedida sin eco y sin respuesta.  Aquí estamos para decirle que su ciudad viste tocas de lutos y que la cultura del país ha hecho un alto para llorar su muerte, con ese llanto que queda más acá de los ojos y que, por lo mismo, es montaña de roca que pesa sobre el alma.  Y en el mástil de esta voz que zozobra, sus compañeros de Núcleo izamos el más emocionado adiós.  Pero obligados a imitar su actitud de semidiós frente a la vida, decimos aquí que esperamos encontrarlo cualquier día en la canción de un árbol a la estrella o en la flor que extiende hacia nosotros el breve pañuelo de sus pétalos.

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